La crítica de la semana: Todos somos Estefanía

La crítica de la semana: Todos somos Estefanía

ANÁLISIS | Semana del 10 al 16 de febrero de 2020

He visto a mucha gente derramar lágrimas por amor, incluso depresiones incipientes y algún que otro cristal roto a golpe de puño y orgullo de machirulo. El amor, si es que existe como tal, no es mejor que ver una buena película en el cine o jugar al ajedrez, pero tiene un componente social que le da toda la relevancia que científicamente no adquiere. Amamos como hemos visto que se debe amar en el imaginario colectivo, limitamos nuestras relaciones en función de unos patrones que poco tienen que ver con la raíz del sentimiento. El valor de lo que uno construye sentimentalmente se mide en relación a la comparación con las relaciones de los que nos rodean, juzgar y analizar al de al lado para reafirmar nuestras posiciones ha sido siempre el deporte nacional por excelencia.

Y con este juego compartido se produce el match perfecto entre audiencia y pequeña pantalla, cuando un programa de televisión consigue alimentar el juicio público a la vez que los sentimientos más básicos de sus protagonistas son un fiel reflejo de lo que el espectador siente en su casa. Todos hemos debatido sobre ‘La isla de las tentaciones’ con nuestro entorno más allá de la mera esfera televisiva, transportando las vivencias de los concursantes a nuestra propia experiencia, valorando lo qué haríamos o dejaríamos de hacer en las situaciones que nos iba planteando el programa.

Por mucho que nos cueste reconocerlo, hay en nosotros algo de cada uno de los comportamientos que hemos visto estas semanas en el programa.  Todos hemos sido en algún momento de la vida Estefanía disfrutando del “si no me acuerdo no pasó” o Susana sufriendo lo más grande para verbalizar que quiere dejar a su pareja. ‘La isla de las tentaciones’ ha sido una vuelta a la pureza del reality, el reencuentro entre el espectador y el ratón enjaulado sin información del exterior. Estamos tan acostumbrados en España a los realities con constante interacción exterior que la isla de Mónica Naranjo nos ha parecido un oasis, una nueva experiencia televisiva a la que agarrarnos. Y todo hay que decirlo, la primera edición de un programa siempre cuenta con la plusvalía de autenticidad que aporta la ingenuidad de los concursantes, al no conocer lo que les espera dentro de la jaula.

Ya lo dije en su estreno, ‘La isla de las tentaciones’ es una adicción de principio a fin, una amalgama de sentimientos encontrados capaz de producirnos vergüenza y empatía al mismo tiempo. Miserias ajenas llevadas al extremo de la vulgaridad que consiguen lo más difícil, que el público se lo crea. La mezcla justa entre impostura y víscera. Todo esto gracias al equipo que hay detrás, virtuoso trabajo de guión y edición llevando el ridículo hasta límites insospechables a la vez que mantienen la tensión de las tramas hasta esperar con ansias el próximo capítulo.

Los datos nunca mienten, a no ser que te los ofrezca Santiago Abascal. ‘La isla de las tentaciones’ es el programa más exitoso de lo que llevamos de 2020, y dudo que ningún otro programa llegue a alcanzar estos registros en todo lo que queda de año. Lo de que es el programa más visto de la historia de Cuatro o lo de que supera el 50% de share entre los jóvenes ya se ha dicho hasta la saciedad…, pero lo más pragmático para ratificar el éxito del formato es salir a la calle y escuchar las conversaciones entre nuestros iguales. Como si volviésemos a la España del “¿quién me pone la pierna encima para que no levante cabeza?” estos meses no se ha hablado de otra cosa, exagerándolo un poco, que de Estefanía y compañía.

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