El año nuevo además de presentarse lleno de propósitos y buenas intenciones ha desembarcado con los informes anuales que detallan la audiencia obtenida por nuestras cadenas de televisión. La cadena que mantiene el liderato por cuestión numérica de share sigue siendo la misma, Telecinco se alza en primera posición, aunque con un considerable descenso de audiencia que empieza a desequilibrar los cimientos del canal de Fuencarral.
Durante 2017 han sido varios los formatos que se han ido consolidando en nuestras parrillas, formatos sin complejos que han creído en su esencia y haciendo examen de conciencia han sabido reinventarse hasta llegar a la máxima conexión con el espectador. Otros, por el contrario, se han visto borrachos de la fama de otras ediciones pasadas y se han visto como Goliat abatidos por David.
El reality más longevo de la historia de la televisión en España ha sido víctima y verdugo envuelto en sus propios cantos de sirena. Telecinco tiene la facultad de engrandecer y hacer de oro sus formatos, pero cuenta con la destreza de hundirlos y hacerlos desaparecer con la misma facilidad. La última edición de Gran Hermano pasará a los anales de su historia, si es que pasa, por ser la versión menos apoyada por el público desde sus inicios, la edición de lo chabacano, de las faltas de respeto, de la humillación, de la mala educación. La casa de Guadalix de la Sierra, que tanto hemos disfrutado durante años, se ha visto forzada a cerrar sus puertas ante los mil y un despropósitos que su organización le ha ido poniendo en el camino desde que su buque insignia, Mercedes Milá, abandonara el proyecto.
Afortunadamente creo que todo esto puede tener una lectura positiva y es que el nuevo consumidor de realities cada vez es más exigente y busca que lo sorprendan con otro tipo de contenidos. Ya no busca la pelea y el alzamiento de la voz para la resolución de conflictos, para eso ya tenemos cuatro horas diarias patrocinadas por La fábrica de la tele en horario de sobremesa y vespertino, ya no busca el amarillismo y el morbo de ver cómo se humillan unos a otros aumentando el número de espectadores frente a la pantalla, para eso ya existen cuatro horas cada tarde. Parece que el nuevo consumidor de realities aboga por verse representado en televisión, por reírse de sí mismo y con los demás, por visualizar sin tapujos la diversidad que existe realmente en la calle sin enfangarla ni hacer de ella algo desvirtuado que consiga su efecto contrario.
Muchos, al igual que yo, no catalogan Operación Triunfo como reality, yo soy de los que lo consideran un talent show sin más, pero he de reconocer que sus concursantes, al estar casi 24 horas expuestos a través de youtube, pueden llegar a ser juzgados más por su manera de actuar fuera del escenario que sobre él. El éxito del formato de esta edición de Operación Triunfo radica precisamente en ellos, en unos concursantes que engloban un extenso abanico de personalidades y distintas formas de ser, una diversidad sana, amable y con unos valores que a priori podemos encontrar en cualquier miembro de nuestra familia.
Los formatos que han tenido éxito, triunfan y nos han dado tanta vida a los que amamos la televisión deben cuidarse sin perder la esencia y sin olvidar cómo llegaron a la gloria. Se debe pensar en el público al que va dirigido y siempre tomando en cuenta lo que pide a gritos. Con la fertilidad de las redes sociales lo complicado es no hacerlo.
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